Por Jesús Alcoba, Director de La Salle International Graduate School of Business

Hace muchos años, tantos que casi ni lo recordamos, solo existía el mundo real y el mundo virtual era algo que nos resultaba extraño. Éramos reticentes a enviar dinero a bancos que no estaban en ninguna parte, no teníamos claro qué sucedería al proporcionar los datos de nuestra tarjeta de crédito a una tienda en el espacio virtual, y pensábamos que las personas que interactuaban con otras en el ciberespacio eran fracasados sociales. Sin embargo y con el tiempo, un poco por la seducción de la tecnología en sí misma, tan eficiente y pulcra, también debido a la necesidad de contacto social del ser humano, y por último gracias a la popularización de los dispositivos que se conectan a la red de datos, el panorama ha cambiado notablemente.

Y hoy paulatinamente caminamos hacia el extremo opuesto, en el que solo lo virtual se considera real. Hoy día no damos un paso si no contrastamos nuestra opinión con personas en las que confiamos a pesar de no conocerlas, tomamos los datos que ofrece la primera página de resultados de una búsqueda como verdades absolutas para zanjar debates de todo tipo, confiamos en expertos a los que solo conocemos por su presencial virtual para que representen a nuestras empresas en los medios sociales, y no nos cansamos de enviarnos vídeos que parecen muy interesantes pero que apenas permanecen unos minutos en nuestra conciencia y ninguno en nuestra vida.

Un estudio ya ha mostrado que cuando nos fijamos en los perfiles de otras personas en las redes sociales tendemos a subestimar sus sentimientos negativos y a sobreestimar sus emociones positivas. Es decir, todo el mundo piensa que los otros son más felices de lo que en realidad son. Otra investigación ha revelado que al contemplar nuestro perfil en las redes sociales experimentamos una subida de autoestima superior a la que ocurre cuando nos miramos al espejo.

Recordando al becerro de oro bíblico quizá deberíamos pensar dónde estamos poniendo el foco de nuestros esfuerzos, y a qué cosas de las que nos pasan estamos concediendo carta de veracidad. No porque en sí haya que decantarse por una cosa o por otra, sino por el hecho de que a los ídolos se les ofrecen sacrificios. Y tal vez lo que podríamos preguntarnos es qué estamos entregando a cambio cuando prestamos más atención al mundo virtual que al real. Por ejemplo, cuando todo nuestro afán consiste en capturar una experiencia para archivarla o difundirla en lugar de simplemente vivirla. Es un hecho que hay personas que invierten más tiempo en adquirir y aprender a utilizar todo tipo de aparatos para registrar una vivencia, agregando luego más tiempo en editarla y publicarla, que el que realmente duró su disfrute. Posiblemente por cada vídeo en la red que consigue un millón de visitas hay un millón de vídeos fracasados que solo han logrado despertar el interés de su creador. Y es verdad que siempre hemos hecho fotografías de los sitios que hemos visitado, pero nunca nuestra fe en lo virtual ha estado tan descompensada respecto a nuestras experiencias reales. Y lo importante es que, aunque la tecnología aumente nuestras capacidades, sigue sin ser posible estar en dos mundos a la vez, por mucho que uno de ellos sea virtual. Como ejemplo de ello, y pese a las opiniones a veces débilmente contrastadas sobre los aspectos positivos del uso de la tecnología por parte de niños y jóvenes, parece cada vez más clara la relación entre el uso intensivo de los medios sociales y el bajo rendimiento académico.

La realidad que solo es realidad ya no nos seduce. Si no podemos capturarla, enviarla, reenviarla, lucirla o publicarla, no nos deja del todo satisfechos. Ojalá nunca llegue el día en que prefiramos contemplar fotografías en lugar de personas, o charlar a través de una máquina en lugar de conversar mirándonos a los ojos.

Originalmente publicado en www.dirigentesdigital.com