Por Jaime Queralt-Lortzing Beckmann. Miembro del Consejo Asesor La Salle International Graduate School of Business

Algo de lo que tendremos que convencernos los españoles, antes o después, es de la necesidad de adaptar nuestros horarios al uso europeo. En este sentido somos los díscolos del continente y vamos a contrapelo de todas las tendencias.

Aquí lo que se estila es el de 9:00 a 14:00 y de 16:00 a 19:00, y amén. Pero seamos claros con nosotros mismos, ¿quién hace hoy en día una parada de dos horas para comer en España? No digo ya en un Madrid o Barcelona, donde se come en escasos veinte minutos, vayamos a cualquier ciudad media de nuestra geografía y nos encontraremos a gente que no sabe qué hacer en esas dos horas. Señores, la siesta ha muerto.

Esta realidad en las empresas se combina con otra no menos importante: a nuestros hijos les imponemos un horario que, de hacerlo con los adultos, los sindicatos nos tildarían poco menos que de negreros.

Los niños españoles van al colegio en un ámbito temporal semejante al de sus mayores, pero con el handicap de que, al llegar a casa, aún les quedan un par de horas, si no tres, de deberes. Súmenle las actividades extraescolares (véase judo, piano, ballet o tenis) y nos encontraremos con unos menores agobiados por un horario casi imposible.

Oigan, y esto de los deberes es serio. Nosotros hemos llegado a cancelar unas vacaciones de Semana Santa en vista de que, según se iban acercando las fechas y los profesores se iban animando, entre nuestros tres hijos sumábamos quince fichas de matemáticas, doce de sociales, teníamos que hacer dos trabajos de manualidades y leernos tres libros con sus correspondientes resúmenes. Convinimos que, para ir a ver el mar desde la ventana, mejor nos quedábamos en casa.

Por contra, en ‘los países de nuestro entorno’, como se solía decir antes, en las empresas la pausa para comer máxima se establece en una hora y, en ocasiones, en media. ¿Cuál es el resultado? Pues que empezando un pelín antes que nosotros por la mañana, dejando en algo lógico el mediodía y cumpliendo con los finales de jornada de un modo adecuado; nuestros compatriotas europeos están de vuelta en casa a las seis o seis y pico de la tarde.

Los niños por su parte han salido a la una del mediodía, han comido algo frugal y han disfrutado del patio un buen rato. Por la tarde han hecho los deberes con sus profesores y a las cuatro y media o cinco se encaminan a su casa con la conciencia tranquila del deber cumplido.

Y todo esto, atención, tiene consecuencias económicas y familiares. Por un lado uno puede plantearse ir al cine con sus hijos, pongamos por caso, un Miércoles, a ver el último estreno, o salir de compras, porque a Fulanito le hace falta un abrigo y hay rebajas en tal tienda; lo que en sí mismo produce un movimiento económico.

Por otro, esa vida familiar no se reduce estrictamente a los fines de semana, sino que tiene una extensión a lo largo de toda ella y permite compartir más tiempo de unos con otros y de otros con unos.

Si pudiéramos escudarnos en temas de rendimiento, pues todavía, pero es que la productividad de sus adultos es superior y la calificación de sus niños en los estudios Pisa también.

Y entonces, ¿qué estamos haciendo mal? Los horarios, no les quepa duda. Tenemos que modificar nuestros horarios y de manera sustancial. No es que sea urgente, pero empieza a ser apremiante.